martes, 27 de enero de 2015

Paciente y calmado observador, mago y guerrero (un poco) andaba apacible a través del camino de éter. Aprendiendo de su pasado, construyendo su presente con férrea paciencia, amor y paz.
Una punzada en su espalda, se giró...¿Cómo? ¿Un puñal? ¿Cómo puede ser?
Sangre.
Sangre fresca brotaba entre el arma blanca y el hoyo que provocó en su carne.
¿De dónde viene? ¿Quién ha sido?
Al final de la escalera espero.
Y pienso, y repienso, y con esmero reconstruyo esas grietas que salen en la pared. Grietas que provocan los monstruos, esos monstruos que no me dejan en paz, que no quieren que camine hacia adelante. Esos tentáculos de petróleo que quieren atrapar mi tobillo para que no avance y me quede ahí, atrás, adentro, por los siglos de los siglos. Contra más hacia adelante camino más miedo me tienen. Contra más masilla pongo en las grietas más se asfixian. Cuanto más despierta la diosa de oro más temerosos son, Más conscientes son de que su batalla está perdida, de que la luz prevalece. Y triunfa. De todas maneras, cuando el rufián está perdido, cuando la hiena está acorralada y presiente su fin, es cuando da, o al menos intenta, ese ataque final, desesperado, certero, a ver si al menos deja una cicatriz para siempre en el recuerdo eterno. Es entonces cuando la daga se hunde en la carne con más fiereza que nunca. Cuando el mago gana y en rufián pierde. Cuando la luz triunfa y el fuego del dragón negro se extingue. Cuando Jekyll gana a Hyde y la bestia se disipa para siempre.

Es, justo cuando llegas al final del camino, cuando algún fantasma del pasado intenta echar en tu agua pura una cucharada de amargura. Es el dolor antes del triunfo final.

Y por eso sigo aquí. Aún estoy aquí, aquí mismo, dando sangre. Dando fe.
Aferrado a ella.


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